Tal vez Yolanda Díaz estuviera el pasado sábado en el sofá de su casa con actitud desenfadada, botellín de Estrella Galicia en mano, mirando de reojo el televisor por encima de Cuadernos de la cárcel de Gramsci, cuando se dio cuenta de que todo el mundo hablaba, pero nadie en concreto lo hacía sobre ella, algo inaceptable. Terrible incluso.
Quizás en ese momento decidió escribir en las redes sociales un mensaje con el que expresarse. Directo, profundo y valiente, como la lucha obrera, como una buena estocada o como una declaración de amor. El texto afirmaba: “Nuestra televisión pública no puede permitir que un concurso que defiende la paz y la diversidad se convierta en un acto de propaganda en medio de un genocidio. Vamos a estudiar las medidas necesarias para que RTVE no vuelva a apoyar a Eurovisión en estas condiciones”.
La vicepresidenta se refería a un asunto tan relevante para el futuro de España como es la participación de Israel en Eurovisión, que fue rechazada en toda Europa por aquellos que ahora miran hacia Oriente Medio sin prestar atención a las matanzas de negros en Darfur por parte de los árabes, las de los azaríes sobre los armenios en Nagorno-Karabaj o… qué sé yo, a la represión de las mujeres en Irán. Hay asuntos pendientes por incluir en la agenda, como otros igualmente necesarios; por ejemplo, los terminológicos, dado que quizás resulten traicioneras desde un punto de vista de clase las polisemias de ‘banco’, ‘blanco’ o ‘criado’. Todo se andará. Si no se hace, no es por oportunismo, sino por falta de tiempo.
El caso es que ahora tocaba posicionarse contra Israel y Yolanda Díaz lo hizo, ya que, en el mundo de los gestos significativos y las condenas unánimes, resultaba intolerable que su representante quisiera cantar una canción en Eurovisión. Merecía una repulsa unánime. Así lo intentó la vicepresidenta.
El voto del público
Debió fallar algo en su estrategia -un tuit incontestable- porque, 15 minutos después de la medianoche, cuando se anunció el resultado del voto de la audiencia se comprobó que Israel había resultado la clara vencedora en ese apartado, con 323 puntos. Hubo quien interpretó en ese momento -y se habló de ello en Malmö- que todo se debía a que los hebreos cuentan con un fuerte apoyo en Europa y eso había jugado a su favor. Quizás los ciudadanos que eligieron esa opción no leyeron a la vicepresidenta. Error de Craso.
Deberían hacerlo, ya que siempre es necesario tener en cuenta las voces de los más sabios y experimentados, como los portavoces de Sumar, que con sus buenas intenciones -respaldadas por un esforzado trabajo diario- quieren influir hasta en el plato de la comida que sirven las familias para mejorar su existencia y la del común de la sociedad. Llegado el momento de avanzar, hay que cuestionar -e incluso desterrar- la dieta omnívora, el coche, la agricultura, el vivir en una urbanización, rezarle a la Virgen, montar a caballo, viajar en avión o ver películas de Garci, que es de derechas y no de los nuestros.
Lo contrario es represor. Es Israel. Pasado, desgracia… Inquisición. En cambio, las prohibiciones actuales representan la auténtica libertad. La individual y la de los pueblos.
El sofismo barato de Yolanda
He reflexionado estos dos días sobre las causas que provocaron esos ‘323 puntos’ e intuyo que hay cierto hartazgo subyacente. También en los 0 escaños de Sumar en Galicia, en los que consiguieron en el País Vasco y en los (tan solo) 6 en Cataluña. Fracasos rotundos para Yolanda Díaz y, sin duda, inmerecidos.
Porque los españoles no podemos permitir que las corrientes del pensamiento que buscan la involución de la sociedad -y la “regresión…, eh…, en cuanto a… a… derechos”– transmitan a la opinión pública que todo lo que sale de la boca de Díaz o de Íñigo Errejón es sofismo barato. Ese discurso es injusto y contrario a la verdad. Es en realidad un bulo, dado que estos portavoces son necesarios y podrían ser eternos. ¿Qué sería de España sin sus aportaciones?
Una ciudadanía concienciada
Imaginemos que Paco y Maite -gente corriente- decidieron sentarse el sábado por la noche en el sofá para ver Eurovisión como un simple certamen de cantantes para pasar el rato. Sería un craso error, dado que toda actividad lúdica sin reivindicación es pecaminosa; por lo tanto, cualquier festival debería incluir la suficiente carga ideológica para despertar conciencias y transmitir a la sociedad, por ejemplo, lo que son los ‘no binarios’, lo que empodera -que un hombre se cambie de pantalón en el escenario- y lo que coarta nuestros derechos. Que no son como Arabia Saudí o Cuba en los Juegos Olímpicos de París. No exactamente. Ahora es Israel.
La cosa no está para tirar cohetes. El pueblo es bruto y analfabeto. Se comportan como cuervos nuestros vecinos y eso hace que se deslumbren fácilmente ante los falsos encantos del capital. Por eso hacen falta Yolanda y sus tuits. Reflexionaba este domingo sobre la inconsistencia intelectual del pueblo mientras paseaba por la calle de Bravo Murillo. Las terrazas estaban abarrotadas de españoles, latinos y filipinos que bebían cubos de cerveza y se zampaban tapas de carne de kebab entre sonrisas, ajenos a la lucha de Sumar para que los ciudadanos trabajen menos horas a la semana; o para que RTVE modifique su postura con respecto a Eurovisión si el año que viene participa Israel.
Me sobrevino un pesimismo tal que me dejó helado. No merece Yolanda Díaz estas cosas. En cualquier caso, me sobrepuse, continué mi camino y, al llegar a la esquina con la calle de Santa Juliana, observé en el suelo un folleto manchado de una iglesia evangelista. “¿Quieres creer en la verdad de Dios?“, decía la portada. Me alegré porque alguien lo había desechado y porque la portada estaba manchada con dos o tres huellas. ¿Quién necesita la religión, ese opio del pueblo, si ya nos dice Yolanda lo que tenemos que hacer y en lo que debemos creer? ¡Incluso lo que hay que cantar, torear y celebrar!
Habrá un día en que la izquierda ruidosa que surgió con la crisis económica vuelva a ser una opción residual. No parece muy lejana esa ocasión, así que… disfrutemos de Díaz cada día como si fuera el último en política. ¿Quién nos va a defender si no de la pobreza y del vacío existencial?